Aunque todavía sigue siendo una práctica legítima en muchos comercios, lo cierto es que en España y una gran parte de los países de Europa, el arte de regatear ha quedado en el olvido y ha sido sustituido por el comercio de precios predefinidos y relaciones mínimas entre vendedor, que no quiere tener que luchar por cada venta y cliente, que busca compras rápidas y sin complicarse.
Sin embargo, hay muchos países que aún conservan la tradición de regatear como método para fijar los precios de productos y servicios y si estás pensando en viajar a alguno de ellos, puede que necesites repasar un poco tus técnicas de regateo y ponerlas a punto.
Aunque en esencia se trata del mismo arte, no en todos los países se vive del mismo modo y es posible que, aunque te consideres un experto regateador, tus técnicas para conseguir mejores precios que los de salida no sean tan efectivas en un país distinto.
En mi experiencia personal, yo distingo entre tres niveles de regateo:
Mi primera experiencia regateando fue durante un viaje a Marruecos, cuando tenía 20 años. Acostumbrada a pagar siempre un precio fijo por todo lo que compraba, el hecho de tener que regatear me cogió completamente desprevenida y no fui capaz de sacar más de un 10% de rebaja en todo lo que compré. Y con suerte.
En primer lugar, no ser capaz de esconder mis ganas de comprar. Quería comprar regalos y recuerdos y estaba dispuesta a hacerlo, costara lo que costara. Regatear me daba vergüenza y bajo ningún concepto quería ofender al vendedor.
Además, los precios de entrada me parecían baratos comparados con los precios de cosas equivalentes en casa, y los vendedores lo sabían.
La segunda vez que pude poner en práctica las lecciones que aprendí en Marruecos no fue hasta muchos años después, en mi viaje a Tailandia y Camboya. En ambos países la cultura de precios fijos apenas existe y siempre, siempre hay que regatear.
Esta vez había leído sobre el tema y venía dispuesta a no cometer los mismos errores que la primera vez. Mis ganas de comprar eran moderadas y, exceptuando un par de cosas que me encantaron y que sabía que acabaría comprando aunque el vendedor no quisiera rebajar el precio, todo lo demás era totalmente prescindible.
Después de preguntar y tantear en varias tiendas, enseguida nos dimos cuenta de cuáles eran los “precios mínimos para los turistas»; aquellos precios por los que por muchas horas que estuvieras calentándole la oreja al chico del mostrador, sabías que no estaría dispuesto a bajar ni un céntimo más. Así que fuimos jugando con estos datos y sobre todo creando nuestras pequeñas «referencias de precios», según iban pasando los días en el país y nos íbamos sensibilizando con lo que las cosas realmente valían.
En Tailandia realmente regateé mucho, mucho, quizá hasta demasiado. Me di cuenta de que no tenía sentido alargar cada compra media hora más para ahorrar lo que al cambio equivalía a uno o dos euros.
Muchas veces era simplemente una cuestión de principios: ¿por qué tenía que pagar yo un precio mucho más alto que el mínimo al que el vendedor estaba dispuesto a vender?
Este pensamiento me bloqueó y en algunos momentos hizo que las compras fueran lentas y algo frustrantes, cuando no conseguía que me bajaran el precio un poco más.
Pensar que tenía que alcanzar el precio mínimo, costara lo que costara. Esto me bloqueó y en algunos casos hizo que no disfrutara de las compras.
Poco a poco entendí que realmente regatear no significa tener que conseguir el precio más bajo, sino se trata de conseguir un precio adecuado para las dos partes. Es decir, el precio que cada parte considera justo y está dispuesto a intercambiar, para considerar la transacción de forma positiva.
En Tailandia aprendí que para regatear no se puede perder la sonrisa y cuando una de las dos partes la pierde, es probable que la compra deje un sabor amargo.
Mis últimas experiencias en países aficionados al regateo, tales como Corea del Sur o India, fueron diferentes.
Me sentía cómoda regateando y entendía que absolutamente cualquier cosa puede encontrarse en otra tienda, lo que limitaba mi «urgencia de comprar».Por otra parte no tenía intención ni ganas de enredarme durante horas para comprar una pulsera o una figurita de mármol.
Así que, por primera vez, pude centrarme en disfrutar mis compras, sin sentirme incómoda o acabar con un sentimiento de desgaste y frustración.
Esto no implica que no hubiera momentos en los que acabara pagando un «precio excesivo» o que algún vendedor acabara dejándome con la palabra en la boca mientras se metía en la tienda haciéndose el ofendido. Pero nada de esto me molestó, porque entendí que era el papel que tenían que jugar.
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¿Y tú, sueles regatear a menudo en tus compras?
¿Tienes alguna técnicas que creas que funcione bien?
¡Estamos deseando oírte!
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