Son las cinco de la mañana y el despertador rompe el silencio que reina en Agra.
Nos levantamos – aún es de noche – y nos arreglamos rápido. Un tuk tuk nos recoge en la puerta del hotel y su conductor, un chico de unos 20 años, nos pregunta: ¿estáis preparados para lo que vais a ver hoy?
Nos miramos nerviosos.
Dicen que para el turista que viaja por India solo existen dos momentos: el de antes y el de después de haber visto el Taj Mahal.
El tuk tuk nos deja en la puerta oeste y corremos para ser los primeros en llegar. Intentamos evitar las masas que llenan todos los lugares de India, en el afán de disfrutar un momento a solas con una de las maravillas del mundo moderno.
Cuando llegamos, una pequeña cola de turistas y locales esperan a que abran las oficinas para comprar las entradas.
El ambiente esta cargado de expectación.
Después de varios días recorriendo las atestadas calles de Delhi, nos sorprende encontrarnos en una explanada diáfana, salpicada de arbolitos, sin vendedores ambulantes ni tráfico de taxis o tuk-tuks. (Al salir nos damos cuenta de que sí están ahí, pero simplemente no madrugan para ver el amanecer).
Cuando entramos al recinto, al fondo, nos espera la puerta principal de entrada, que ayuda a trasladarse en el tiempo cuatro siglos e imaginarla siendo atravesada por el séquito del emperador Shah Jahan.
Sin proponérnoslo, empezamos a acelerar el paso.
Todos queremos ser los primeros en llegar, en descubrir si esta maravilla es tal y como la describen, o si las historias exageran.
Y entonces atravesamos la inmensa puerta y lo vemos por primera vez.
Un sentimiento de emoción nos sobrecoge brevemente. Las historias no mienten.
El mausoleo de mármol blanco blanco, al que normalmente se le conoce como Taj Mahal (a pesar de que el nombre realmente se refiere al conjunto de edificios) descansa al fondo tras un largo jardín, rodeado por dos mezquitas gemelas que ya de por sí son una auténtica maravilla.
Los primeros rayos de sol empiezan a reflejarse en el mármol blanco.
Una guerra silenciosa de turistas buscando el mejor lugar para hacerse una foto, nos saca del trance en el que entramos al verlo por primera vez. Todos queremos inmortalizar ese momento, aunque sabemos que las fotos no pueden hacer justicia a lo que estamos viendo.
Seguimos avanzando por los jardines, hasta que subimos a la plataforma en la que el Taj Mahal descansa. Nos sobrecoge su tamaño y la belleza del mármol tallado, con incrustaciones de piedras preciosas y semipreciosas.
Nos sentamos en un banco, y lo miramos hipnotizados.
Y entonces recordamos las palabras, de quienes dicen que hay dos turistas en India: el que ha visto el Taj Mahal, y el que aún no lo ha visto.
Porque nuestro concepto de India, ya no es la India que llevamos unos días conociendo, ni nosotros somos ya los turistas que éramos antes del amanecer.