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Hay momentos de los viajes que se nos quedan grabados para siempre en la memoria y que nos gusta acudir a ellos para transportarnos de nuevo a ese lugar, a ese momento. Hay recuerdos que se esfuman con el tiempo y, desgraciadamente, parece que nunca hayan ocurrido. Los que nos suelen acompañar siempre son esas primeras experiencias en los viajes que vivimos con más intensidad y poniendo todos nuestros sentidos. Mi momento preferido es el silencio de la noche del desierto del Sahara.
Mi primera noche en el desierto: Zagora
Llegué con un grupo de amigos y más gente con la que compartimos el largo recorrido desde Marrakech y una gran experiencia al desierto del Sahara, en concreto a la parte de Zagora. Ahí nos esperaba una haima algo rudimentaria, lo suficientemente grande para que cupiéramos los catorce.
Lo primero que noté es que no fue una gran idea haber llegado hasta nuestro oasis en el desierto en camello, sospechas que a la mañana siguiente se confirmaron.
Lo segundo fue que del calor sofocante de la tarde, pasamos a el fresco del atardecer para llegar al frío de la noche. ¿Tanto puede variar la temperatura en una hora?
Lo tercero fue que parecía una turistada haber hecho esta excursión, ya que después de la cena un grupo gente de ahí se nos puedo a cantar canciones bereberes, aunque luego nos pidieron a cambio la Macarena y se convirtió en un intercambio de canciones.
Pero lo último después de que el show se terminara y saliera de la de la haima a tomar el aire, noté que no se escuchaba nada. Ni el viento soplar, ni ningún insecto nocturno. Solo escuchaba mi propia respiración, que en ese instante parecía mucho más fuerte que en otras ocasiones. Una sensación entre reconfortante y aterradora ¿es posible que esté todo tan tranquilo? Pero el silencio se rompió cunado mis compañeros se unieron y disfrutamos un rato de la noche del desierto.
Por desgracia, ya de vuelta en nuestro hotel cinco estrellas del desierto, no hubo más silencio, sino ronquidos.
Vuelta al desierto: Merzouga
Ese mismo año volví a Marruecos y regresé al desierto, esta vez a la parte de Merzouga, con dunas más grandes y, según algunos, más Sahara que Zagora.
Esta vez me acompañaba mi hermana y volvía cometer el error de volver a llegar hasta el oasis en camello. La noche fue más íntima que la anterior. A parte de nosotras dos, solo otros tres viajeros se aventuraron ese día a dormir en nuestro pequeño oasis.
Parece que es costumbre el intercambio de canciones, quizá para ocultar tanto silencio, quizá para pasar el rato junto a una hoguera o quizá para intercambiar canciones típicas de cada cultura.
Pero esta vez aprecié mucho mejor ese silencio. Cuando la música cesó y la hora de descanso llegó, solo se escuchaba un sonido mudo: el silencio del desierto del Sahara. Así pude sentir de nuevo esa sensación tan desconcertante, pero que tanto me gustó la primera vez y me volvió a enamorar la segunda.